Este pequeño cuento aparece en el libro «El acoso escolar mata», escrito por el presidente de AEPAE, Enrique Pérez-Carrillo de la Cueva. Está relacionado con el capítulo dedicado a la cooperación e integración para prevenir el acoso escolar.

AEPAE

En las pasadas vacaciones de navidad, salí de excursión con unos compañeros del club de montaña en Cercedilla. Me gusta hacer senderismo por la naturaleza. Mi abuelo Matías me enseñó y me aficionó, y desde que tengo 5 años, lo llevo haciendo. Era 26 de diciembre y había amanecido con el cielo muy nublado, así que decidimos salir después de comer, a primera hora de la tarde. Una excursión de 2 horas, para volver antes de anochecer. Éramos un grupo de 8 personas. Cuatro de nosotros, compañeros de la infancia, que nos reuníamos siempre en navidad. Teníamos por aquel entonces 11 y 12 años. Otros tres eran dos años mayores que nosotros, y el que falta para completar el grupo, era monitor del club de montaña y tenía 19. No hacía demasiado frío esas vacaciones. El invierno se retrasaba, aunque ese día hacía bastante viento y la sensación era de un frío gélido, que nos penetraba por la nariz.

Como de costumbre, quedamos en el punto de reunión. Sentados sobre unos bloques de granito, cerca de la fuente, analizamos el recorrido con el plano. Decidimos hacer la ruta de la calzada romana. Ya la conocíamos, aunque hacía tiempo que no la recorríamos. Decidimos hacer un descanso al pasar por el Puente de Enmedio, a unos dos kilómetros de la salida. Como siempre, Jacinto, el monitor del club de montaña, nos recordó las precauciones. Caminar todos con el grupo, estar atentos a las señales circulares pintadas en los árboles que marcan el recorrido, no salirse del camino, ir bien abrigados y revisar el material antes de salir. Comprobamos todo –cantimplora, algo de fruta y frutos secos, un chubasquero, un pasamontañas y la brújula-.

Caminamos hacia el punto de salida, en los aparcamientos de Majavilán. Las bromas de siempre recordando episodios de la niñez. Hablamos de las fiestas del pueblo y los regalos que íbamos a pedir por reyes. Y comenzó el viaje. Pasamos el Puente del Descalzo sobre el arroyo y empezó a llover un poco. Sacamos los chubasqueros y nos pusimos las capuchas. No era mucha lluvia, pero gota a gota se llena la bota, que decía mi abuelo. Entre frase y frase, escuchábamos el ruido de nuestras pisadas sobre las piedras y la arena que empezaba a mojarse. Comenzamos a hablar de chicas. Las que nos gustaban. Las del pueblo y las que venían de vacaciones. A Pablo le molaba una y nos decía muy chulito, que ella estaba por él y que le iba a dar un beso en la boca. Nos reímos todos, que ya conocíamos las bravuconadas de Pablo.

El cielo se encapotó del todo y se oscureció el día. Y comenzó a llover con fuerza. Aceleramos el paso para resguardarnos bajo el puente, pero aún nos quedaba un buen trecho. La lluvia era cada vez era más abundante y densa y no se veía más allá de 5 metros alrededor. Jacinto se colocó en cabeza del grupo y le dijo a Sebastián que se colocara el último, y que caminásemos todos en fila a unos 2 metros de distancia unos de otros para que nadie se saliese del camino. Empezó una tormenta eléctrica. Truenos y algunos rayos, y nos empezamos a asustar por la posibilidad de que nos cayese uno encima. Faltaba poco para llegar al Puente de Enmedio, y un rayo cayó a unos cien metros del camino. Tomás nos gritó que nos colocáramos en posición de cuclillas con las manos en las rodillas y con solo la suela de las botas en contacto con el suelo, para disminuir el riesgo. Los árboles que rodeaban el camino eran todos muy altos y no era una buena elección colocarnos debajo. Arreció un poco la lluvia y la tormenta y Tomás nos dijo que era un buen momento para continuar y llegar al puente. Aceleramos el paso y divisamos el puente. Bajamos por la ladera, que estaba húmeda, y Daniel resbaló y cayó cuesta abajo. Se torció el tobillo y se golpeó en la tibia contra una roca. Gritó de dolor y creía que se había roto la pierna. Bajamos todos a ayudarle. Le levantamos del suelo y nos colocamos bajo el puente, en uno de los extremos, para evitar las zonas húmedas. Y comenzaron de nuevo los truenos y a granizar. Nos sentamos sobre unas mantas y sacamos agua, unos plátanos y frutos secos. Compartimos todo lo que teníamos y decidimos esperar a que pasase la tormenta y volver al pueblo desde allí, por precaución. Intentamos llamar por teléfono para avisar a nuestros padres del accidente y que viniesen a recogernos, pero no había cobertura con la tormenta. Estábamos bastante mojados, a pesar de los chubasqueros, y empezaba a hacer bastante frío. Paró de llover y decidimos que había que volver. Daniel no podía apoyar el pie y le llevamos en volandas desde la ladera al camino empedrado. Teníamos una hora de camino de vuelta, y había que llevar a nuestro amigo en brazos. Tomás organizó los turnos. Llevaríamos tres de nosotros a Daniel, dos por los hombros y otro agarrando sus piernas. Otros tres descansarían y otro, estaría llamando por teléfono todo el tiempo, para pedir ayuda.

Pasó un rato y caminamos unos 10 minutos, antes de cambiar de turno. Le pasamos a Daniel, a Sebastián, Ricardo y Toni. Descansamos Tomás, Pablo y yo, mientras Jorge seguía llamando por teléfono utilizando tres móviles de distintas compañías para ver cuál de ellos tenía mejor cobertura.

Nuestro ánimo no era muy bueno. Mojados por la lluvia. Con un viento gélido y los quejidos de Daniel, que decía que le dolía mucho la pierna. Y no había cobertura en ningún teléfono. De pronto Tomás comenzó a cantar con energía una canción, y dijo: “La vida pirata se vive mejor…” Nos sorprendió su frase, y al unísono, y como movidos por un resorte de compañerismo repetimos al unísono: “la vida pirata se vive mejor…” Y prosiguió Tomás “Sin estudiar…” y repetimos sus frases orgullosos de formar parte del grupo: “Sin estudiar…”, “Sin trabajar…” “Con la botella de ron…” Y Daniel, a pesar del golpe en la pierna, también empezó a cantar en voz alta, con mucha energía, como queriéndonos demostrar que no pasaba nada y que confiaba en nosotros y eso nos dio aún más fuerza a todos. Nos interrumpió Jorge gritando “hay cobertura, hay cobertura”. Consiguió hablar con su padre y le contó lo sucedido. Al cabo de 10 minutos, llegaron por el camino el padre de Jorge y el padre de Daniel. Mientras veíamos los coches acercándose, seguimos cantando con fuerza.

Lo habíamos conseguido. Ya eran las nueve de la noche, y decidimos que queríamos ir todos con Daniel al hospital. No había colegio y no había que madrugar. Habíamos aprendido que juntos éramos invencibles.

Enrique Pérez-Carrillo de la Cueva
Presidente de AEPAE

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