Este pequeño cuento aparece en el libro «El acoso escolar mata», escrito por el presidente de AEPAE, Enrique Pérez-Carrillo de la Cueva. Está relacionado con el capítulo dedicado a la fuerza interior.
Claudio sufría una malformación congénita en el fémur. Había pasado por varias operaciones y, aunque aparentemente sus piernas parecían homogéneas, tenía una ligera asimetría. Aun así, destacaba por una gran capacidad de superación y procuraba realizar todas las actividades del día con normalidad. Cuando andaba apenas se le notaba una leve cojera, pero al correr era evidente que tenía un importante problema de motricidad.
Por esos milagros de la naturaleza o de la justicia poética, había desarrollado como compensación una maravillosa habilidad artística y matemática. Sus profesores estaban maravillados con estas capacidades, que apuntaban a hacer algo muy grande en su vida de adulto.
Claudio tenía una relación especial con las chicas de su clase y con las mujeres en general. Su simpatía, su naturalidad y su extraordinaria sensibilidad le habían otorgado un lugar privilegiado dentro del universo femenino, lo que despertaba las envidias de algunos compañeros, que se burlaban de él y lo llamaban marica, nenaza y otros insultos más propios de adultos que de preadolescentes.
Claudio asistía a fisioterapia diariamente y su dificultad motriz estaba mejorando considerablemente. Un día, en la clase de gimnasia, tocaba deporte libre y mis compañeros y yo -como de costumbre- pedimos un balón para jugar un partido de fútbol. Comenzamos a hacer los equipos; como siempre, Sergio y Adrián ejercían de capitanes de ambos equipos. Iban escogiendo cada uno de forma alternativa a los componentes de sus respectivas plantillas, hasta que ya solo quedaba Claudio. Sergio, mirándole con media sonrisa y cierto desprecio le dijo:
—Tú no juegas, que eres minusválido.
Claudio, que era muy valiente y no se callaba ante las injusticias, respondió:
—Tengo el mismo derecho a jugar que tú, pero no voy a jugar en tu equipo porque no tienes ningún respeto por los demás. Voy a jugar en el otro equipo, así que apañáoslas como queráis, que yo juego.
Ante esa muestra de confianza, coraje y asertividad, todos sus compañeros callaron y aceptaron que jugase en el otro equipo. El partido fue bien y Claudio -situado en la defensa- no hizo un mal partido. Se cayó al suelo un par de veces por el ímpetu que ponía en cada lance. Quería demostrarles a todos que él podía hacerlo como los demás: exigía respeto.
Por esas casualidades de la vida, en la clase de dibujo, Sergio se sentó con Claudio y conmigo. Yo me llevaba muy bien con Claudio, porque era una de esas personas que podían marcar la diferencia y construir un mundo mejor. El profesor estaba explicando la perspectiva caballera y al finalizar nos pidió como ejercicio que dibujásemos la calle de una ciudad cualquiera. Tras unos minutos, Sergio no paraba de borrar con la goma y resoplar con una actitud de impotencia. Miró a Claudio y le dijo:
—Tío, ayúdame, que no me entero.
Claudio le miró y le dijo:
—Claro que te voy a ayudar, pero ¿Cómo te sentirías si te dijese que no dibujes porque eres bobo?
Sergio le miró sorprendido, sin saber qué decir.
Claudio continuo diciendo:
— Pues eso es lo que tú me hiciste el otro día al decirme que no jugaba al fútbol porque era minusválido. Todos tenemos nuestros defectos y nuestras virtudes y eso hay que respetarlo y procurar no hacer daño a los demás, porque las palabras duelen, a veces, como puñetazos. Ahora acércate que te voy a explicar cómo se hace, que seguro que vas a conseguir hacerlo bien, tío —le dijo con una sonrisa.
Me sorprendió que Sergio me comentara dos semanas más tarde que a la persona que más admiraba de la clase era Claudio.