Este pequeño cuento aparece en el libro «El acoso escolar mata», escrito por el presidente de AEPAE, Enrique Pérez-Carrillo de la Cueva. Está relacionado con el capítulo dedicado al derecho y al respeto a la diferencia de cada uno de los niños y adolescentes.

AEPAE

Me llamo Amador y tengo 10 años. Estudio quinto curso de Primaria. Antes vivía en un pueblo de Madrid que se llama Cercedilla, pero desde hace un año nos hemos trasladado a vivir a Madrid porque a mi padre le han ofrecido un trabajo mejor.

Os voy a contar todas las cosas que he aprendido este año. Al principio tenía un poco de miedo. No tenía amigos en mi nuevo cole de Madrid, y me sentía un poco solo, pero este año me he dado cuenta de que los cambios no tienen por qué ser malos si los afrontas con valentía y con ilusión. Y también he aprendido que la vida a veces te trae sorpresas maravillosas. Ahora me siento más feliz y con más confianza. He hecho nuevos amigos y he aprendido mucho de ellos y de mí mismo. Quiero contaros cómo conocí a Abdoulayé.

Era una mañana calurosa del mes de septiembre. Llevábamos una semana en el colegio y todavía no tenía buenos amigos. Eran las 10:30 de la mañana y llamaron a la puerta de la clase. Entró la secretaria del cole con un niño muy raro. Era muy negro de piel y vestía pantalón a rayas y camiseta marrón con un sol muy grande en el pecho. Era muy alto y delgado y tenía el pelo corto y muy rizado. La secretaria se acercó a Margarita, nuestra profe de inglés, le dijo algo al oído y se marchó. La profe cogió al chico negrito por el hombro y frente a la clase nos dijo: «Chicos, os presento a Abdoulayé, vuestro nuevo compañero. Es de Senegal y quiero que le ayudéis a estar cómodo en la clase y en el colegio».

Recuerdo la mirada de Abdoulayé. Me recordaba a la mía el primer día de clase. Los ojos muy abiertos, y la cara de asustado, como un animal acorralado. Se sentó en su mesa y continuó la clase. Unos compañeros de la fila de atrás empezaron a reírse de él y a comentar lo feo y raro que les parecía. Los miré muy serio y dejaron de reírse; Abdoulayé se dio cuenta de todo. Llegó el recreo y salimos al patio. En mi clase ya había grupos de compañeros de años anteriores. Yo todavía no tenía amigos. Hablaba con alguno, pero todavía no teníamos la suficiente confianza. La verdad es que yo tampoco tenía mucha confianza. Cuando estaba bebiendo en la fuente Abdoulayé se acercó a mí y, abriendo una bolsa, me dijo con una gran sonrisa mostrando sus dientes grandes y blancos como la nieve: «Toma, ¿quieres comer?». En la bolsa había una tartera con arroz y un poco de pescado. Le di las gracias pero rechacé su ofrecimiento porque ya me había tomado un bocadillo de jamón. Me explicó que el arroz con pescado era una comida típica de su país, que era de la etnia de los Wolof, que su madre era filóloga y que había venido a España para buscar trabajo de intérprete y traductora. Todo eso y muchas otras cosas interesantes.

Pasaron los días y nos hicimos muy amigos. Era muy generoso y a medida que pasaban los días se mostraba como él era realmente: simpático y con mucha alegría de vivir. Los demás niños de la clase nos miraban mal y nunca nos invitaban a jugar con ellos. Yo no entendía por qué les caíamos mal, por qué nos ignoraban y a veces hacían burlas a Abdoulayé.

La semana siguiente, a primera hora de la mañana, cuando estábamos entrando en la clase, le gastaron una broma pesada a Abdoulayé. Cuando fue a sentarse, Marcos, el que parecía ser el líder del grupo de los más populares, le quitó la silla y Abdoulayé se sentó de culo en el suelo. En vez de enfadarse, se empezó a reír con una risa fuerte, muy contagiosa y sincera, y toda la clase empezó a reírse también, pero no de Abdoulayé sino de su simpática manera de reírse. En ese momento entró la profesora de mates y preguntó enfadada qué estaba pasando. Miró a Abdoulayé y le preguntó qué estaba haciendo sentado en el suelo. Abdoulayé se levantó y dijo con mucha dignidad y tranquilidad: «Dadié worul bala nga jam sa waay demal ba keureum». La profesora le preguntó intrigada qué significaba eso. Abdoulayé contestó: «Para conocer al otro tienes que visitarle».

Desde ese día, no volvieron a meterse con él. Ya no le miraban con desprecio, sino con simpatía y admiración. No sé si la profesora lo entendió o si los demás le entendieron. Yo sí le entendí. Quería decir que no debemos juzgar a los demás por su aspecto, ni por el color de su piel, ni por su religión; hay que darles la oportunidad de darse a conocer y abrirles las puertas de nuestro corazón.

Enrique Pérez-Carrillo de la Cueva
Presidente de AEPAE

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