Este pequeño cuento aparece en el libro «El acoso escolar mata», escrito por el presidente de AEPAE, Enrique Pérez-Carrillo de la Cueva. Está relacionado con el capítulo dedicado a la mediocridad y la excelencia.
Siempre me ha sorprendido cómo dos hermanos gemelos pueden ser tan diferentes. Conocí a Ismael y Jacob en la guardería. Su padre era judío y su madre, española. Vivían dos calles más debajo de la mía y teníamos bastante contacto, a pesar de no ser amigos íntimos. Yo los veía como una familia un poco rara. Celebraban cenas familiares todos los viernes y nunca los sábados o domingos. Recuerdo con sorpresa, pero con admiración, el respeto que tenían todos cuando estaban sentados en la mesa el día que me invitaron a comer en su casa. El mantel blanco y la oración que decían sus padres antes y después de comer. Fue la primera vez que me invitaron a comer en otro hogar. Yo debía tener por aquel entonces 9 años. También recuerdo cuando su padre falleció en un accidente de tráfico pocos meses después.
Ismael no era muy listo. Tenía cierto complejo porque era muy tímido y no se le daba muy bien estudiar. Jacob era muy dicharachero y no paraba de hablar. Decía que él era como su madre y su hermano Ismael como su padre. Ismael se esforzaba mucho y conseguía aprobar con mucho esfuerzo. Jacob sin embargo, no estudiaba mucho, pero aun así sacaba siempre buenas notas.
Pasaron los años y comenzaron a cambiar las cosas. Ismael se esforzaba y mejoraba sus notas cada año, mientras que Jacob aprobaba a duras penas. Su madre pasaba poco tiempo en casa, ya que atendía sola el negocio familiar y sus hermanos la ayuda-ban de vez en cuando.
Cuando acabamos Primaria, Ismael estaba muy ilusionado ya que había conseguido sacar las mejores notas de la clase ese último año. Jacob, por el contrario, había suspendido dos asignaturas y tenía que estudiar en verano para aprobar. Y empezaron los problemas. Jacob pasaba la mayor parte del día en la calle. Decía que no quería estudiar, que no servía de nada y que no quería ir al instituto. Las discusiones eran continuas. Más de una vez vi a su madre hablando con el profesor por las continuas ausencias de Jacob al instituto y discutiendo con su hijo a las puertas del centro escolar.
Su madre nos pidió ayuda para ver si podíamos hacer algo para que Jacob cambiara de opinión, ya que a ella no le hacía caso. Lo intentamos, pero Jacob se ponía agresivo diciendo que no nos metiéramos, que era su vida y que nadie tenía derecho a decirle lo que tenía que hacer.
Un día, a la salida del colegio, su madre, que se llamaba Sandra, acudió a recogerlos para llevarlos a casa. Jacob le dijo que él se iba por su cuenta y empezó a discutir con su madre de malas maneras. Ismael intervino y le pidió a su hermano que parara ya, que estaba deshonrando a su madre. Y llegaron a empujarse y a agarrarse. Ismael le acuso de estar deshonrando a su padre, que les había enseñado a esforzarse y a dar lo mejor de sí mismos.
—Jacob, te has rendido. Fíjate en mí: he superado mis dificultades y he sacado buenas notas. Yo soy más torpe, pero que no me importa, porque lo importante es dar lo mejor de uno mismo. Aún no es tarde, Jacob. Hazlo por papá, pero sobre todo por ti mismo. Rendirse no tiene mérito, pero luchar sí lo tiene. Tú puedes hacerlo.
Jacob se quedó parado y bajó lentamente la cabeza, como queriendo esconder su rostro. Se llevó la mano derecha a la cara, se tapó los ojos y empezó a llorar. Su hermano se acercó y le abrazó. Se abrazaron. Su madre, muy emocionada por lo ocurrido, los dejó unos instantes enlazados. Se acercó, los arropó con una expresión de paz y serenidad que me impactó y, con los ojos humedecidos por las lágrimas, les dijo como en un susurro:
—Vámonos a casa.
Las cosas cambiaron. La calma llegó tras la tormenta. Llegó el mes de octubre y Jacob entró en el instituto con su hermano. Hablando con él una tarde que me invitó a merendar en su casa, me dijo que sentía lo mal que se había portado esos últimos años, que había aprendido que todos estamos bendecidos y que tenemos la obligación de dar a la vida lo mejor de nosotros mismos. La obligación de buscar la excelencia. Y después de dichas esas palabras, bendijo los alimentos que colocó encima de la mesa, sobre un mantel blanco inmaculado.