Relato sobre el acoso  acoso escolar para concienciar sobre el problema que aún sufren miles de niños y de niñas en silencio en nuestras aulas, ¿Cuándo va a parar?

AEPAE

Lunes a las ocho, el despertador suena y yo ya había abierto mis ojos cinco minutos antes. El fin de semana ha terminado y hoy me doy cuenta que aquel reloj que llamamos tiempo jamás va a parar por nadie, no conoce la compasión. Tiene gracia que una chica de quince años como yo piense eso. Pero parece ser que hasta éste se quiere reír de mí.

No tengo hambre, estoy nerviosa, y como a la fuerza una magdalena ante la presión de mi madre que dice que cada vez estoy más delgada. Y más me vale, porque seguir gorda sólo sería peor para mí.

Las nueve menos cuarto, escucho los gritos de mi madre advirtiéndome que llegaré tarde a clase, pero es que ella no sabe que lo hago aposta. Cree que si saco malas notas es porque no me esfuerzo y tan sólo es porque si las saco el castigo que sufro es mayor que cualquiera de sus regalos.

Salgo de casa y comienzo a caminar, hace mucho frío, ayer nevó un poco y es posible que hoy también lo haga, espero que no, porque así al menos en el patio podré quedarme sola en el aula o en la biblioteca mientras el resto salen fuera a hablar de sus cosas guays y sus superplanes.

Entro por la puerta del instituto, lo he conseguido, ya están todos en sus clases y por un rato más no tendré que aguantar las burlas y las humillaciones de mis compañeros y compañeras en el pasillo. Aunque al entrar en la mía, a la que ya ha llegado el profesor de física y química, siento algunas miradas sobre mí golpeando ya mi piel sensible. Pero puedo aguantar un poco más, si miro al suelo consigo evitar la mitad de ese daño que me atraviesa por dentro.

La primera hora termina, mi pulso se acelera, todo va a comenzar y mi cuerpo se paraliza en la silla. Quizás si no me muevo ni se percaten de que aún siga allí. Adriana, Marta, Fátima y Mónica se juntan y comienzan a hablar y a reír sobre lo que han hecho este fin de semana. Eso es bueno, mientras hablen de ellas mismas, que es lo que más les gusta, no me harán nada. Ojalá yo pudiese hablar con alguien así, pero no, yo no estoy hecha para eso, me toca estar callada que es como mejor me encuentro.

El profesor de historia entra por la puerta mandando a todo el mundo que se siente y pongamos las mesas juntas formando una U en clase. Me gusta esta asignatura y Miguel, el profesor es muy teatrero, hace que nos riamos.

El móvil me vibra en mitad de la clase, que raro, no suele escribirme nadie. Abro el WhatsApp y leo un mensaje de Adriana: “De que te ríes tanto asquerosa?” La miro y está riéndose con Marta al lado, quien seguramente ha sido ella la que le ha dicho a Adriana que lo haga.  De repente me pongo seria y rígida. Otra vez tiemblo por dentro y se me revuelve el estómago.

La clase termina y el profesor se marcha sonriente y satisfecho. A mí también me gustaría marcharme, pero no, yo tengo que quedarme y aguantar a Marta, Mónica, Fátima y Adriana que se empiezan a acercar a mí, invadiendo mi espacio y poniéndose muy cerca, tanto que me veo rodeada.

— ¿Qué pasa, chica? ¿Que no sabes escribir cuando te hablan? — dice Mónica en un tono agresivo.

No respondo, y miro a la mesa, es lo mejor que puedo hacer, y tampoco es que pueda formular palabra, tengo la garganta seca.

— ¡Que mires cuando te hablo!

Insiste pero aguanto.

— Pues me ha dicho Álvaro que Raúl te ha saludado este finde — comenta Fátima con una sonrisa.

Me armo de valor para contestarlas, porque si no me atacarán con más insultos, y sólo sale un tímido “sí” de mi boca.

— ¿Y por qué te habla?

A Mónica parece que le sale humo de los ojos cuando escucha mi respuesta porque a ella le gusta Raúl y quiere que sea suyo nada más, aunque él la ignora.

— No lo sé. No le he respondido.

Le digo la verdad para que me dejen y no lo hice porque sabía lo que pasaría si respondiese a Raúl. Así que aunque me duela y me muera de ganas, prefiero quedarme con ellas antes de que me pase algo.

— Más te vale no responderle, ¿me oyes?

Levantó la mano en señal de advertencia y temí que por un momento me fuese a hacer algo. El resto se rió por mi gesto cobarde. Pero por suerte entró la profesora de Lengua en ese momento y cortaron su risa para sentarse y molestar a la profesora que se esforzaba porque atendiésemos más.

Todos se marcharon formando alboroto en el recreo y la clase se quedó vacía. Vacía de verdad porque ni tan siquiera parecía que yo estuviese allí. Nadie se había fijado que estaba sola, algo habitual en este último curso en el que ni tan siquiera mi amiga Laura me hacía caso. Se me saltaron las lágrimas porque no estaba bien, ¿por qué tenía que estar yo así? ¿Por qué me sucedía a mí? Sólo quería tener algunas amigas o al menos alguien con quien hablar, ¿Era tanto pedir? ¿Es que ni tan siquiera me merecía eso?

Fui al baño a lavarme la cara, me sentía un poco débil, quizás por el hambre, quizás por el miedo, ¿Qué más daba? Tampoco podía evitar nada, no estaba en mis manos. Llegué temerosa de encontrarme a alguien, pero por suerte, no estaba muy lejos de la clase y nadie me vio. Me eché agua fría en la cara y traté de calmarme, aunque era complicado manejar mis sentimientos. Cada vez más.

Al salir del baño, apareció Raúl que subía ya a clase. Reconozco que me vi tentada de  ir hacia él porque también me gustaba, pero no podía arriesgarme a que nos viesen juntos. Traté de hacerme la loca, pero no funcionó, sonrió al verme y se acercó rápido con un saludo, por lo que no pude escapar a tiempo y tuve que parar y mirarle fingiendo que todo me iba bien.

— Hola Marina.

— Hola Raúl. ­— Le dije disimulando no haberle visto.

— ¿Cómo estás? Te hablé el sábado, pero no me respondiste.

— Ah, bien, gracias. Lo siento, no me he fijado en el móvil.

­— Bueno, no pasa nada, era para ver si hacías algo este fin de semana.

¿Me estaba proponiendo salir?

— Pues…

Y entonces vi a Fátima ir hacia el baño y nos miró tanto a Raúl cómo a mí. Era idiota, me había visto, ahora se lo diría a Mónica, cómo podía ser tan estúpida…

— Ya tengo planes.

Era lo mejor, quizás así me salvase.

— Ah, vaya. Bueno, pues otro día, ¿hablamos por WhatsApp, vale?

— Sí.

— Adiós.

Se alejó escaleras arriba y yo me fui casi corriendo a clase. Cómo podía haber sido tan tonta, me odiaba a mí misma, odiaba a todas, odiaba todo. Me daban muchas ganas de llorar y pegar a todo, pero contuve mi ira arañándome el brazo y tirándome de los pelos. No se notaría que lo he hecho, porque lo llevo rizado y suelto.

El timbre sonó y todos comenzaron a entrar en clase, algunos gritando, otros más tranquilos y ellas cuatro, juntas. Entraron mirándome, me di cuenta porque mi mirada alcanzó de perfil a verlo. Estaban calladas y todas tenían cara de enfado, aunque Marta se reía como si no pudiese parar.

La hora de matemáticas la pasé acribillada por numerosos mensajes de los que sólo leí “puta” y “zorra” varias veces. Tenía mucho miedo, pensé en ponerme mala intencionadamente pero ya sería la tercera vez en menos de dos semanas. No me creerían.

La última hora tocaba educación física y salí casi corriendo de clase junto al profesor de matemáticas para que no les diese tiempo a alcanzarme. Al llegar al gimnasio fui al vestuario rápido y dejé mi mochila allí. Era la primera en llegar de mi clase, y me senté en un banco mientras esperaba a que el profesor y el resto entrasen, pero algo inesperado sucedió. Un balonazo fue directo a darme en la cara. No fue muy fuerte pero las risas exageradas, sí que me dolieron, porque acababa de ser humillada delante de todos.

En ese momento, Mónica y las demás aprovecharon para burlarse de mí y hacerse las graciosas delante del resto de chicos que de una forma brutal las animaban a seguir. Nadie vino a ayudarme y yo tan sólo podía agachar la cabeza y no decir nada, impotente y llena de rabia por dentro. No podía más, mi cabeza iba a estallar, sus risas e insultos resonaban en mi cabeza, estaba siendo demasiado y nadie hacía nada, nadie. Estaba sola, cómo siempre.

Por fin el profesor entró por la puerta, justo en el momento en que sin saber bien cómo, mis piernas me llevaron al vestuario de chicas. Abrí la puerta del váter y levanté la tapa del inodoro, una arcada salió de mi interior, pero nada más. Mi cuerpo se tambaleo y me apoyé en la pared para no caerme, mientras mis lágrimas se escapaban de nuevo y se deslizaban por mi cara.

Era un lunes, y así me esperaría toda la semana, cinco largos días si no se acordaban de mí el sábado y el domingo. Pero igualmente se terminaría y volvería a empezar, una y otra vez, siempre empezaba todo, pero ¿Cuándo va a parar?

Llamaron a la puerta del vestuario. Era la voz de Ángel, el profesor.

— Marina, ¿te encuentras bien?

Rápidamente me sequé las lágrimas y salí del váter.

— Sí — mi voz no era creíble.

— ¿Segura?

— De verdad, sólo es un poco de dolor de estómago.

— Muy bien. Pues ven cuando puedas.

Antes de marcharse, se dio la vuelta y dijo:

— Oye Marina.

— ¿Qué?

— Sabes que si tienes algún problema, me lo puedes contar, ¿no?

— Sí, pero no me pasa nada.

Lo cierto es que ese profesor siempre me ayudaba mucho, creo que le caigo bien. Me dejó sola y el caso es que esas palabras consiguieron tranquilizar mis nervios agitados. Pero no salí del vestuario en el resto de la hora con la excusa de encontrarme mal y quizás, ese fue mi error, no salir antes.

Cuando todas entraron, Mónica echó enseguida sus manos a mi mochila, la cual estaba a punto de coger y me la quitó.

— ¿Adonde crees que vas asquerosa? — dijo empujándome.

Fátima cerró la puerta del vestuario, mi cuerpo se paralizó y mi respiración se detuvo.

— ¿Qué pasa, que me querías vacilar, no?

Se acercó a mí y el resto me rodearon.

— ¿No te dije que no te acercaras a Raúl?

Me agarró del pelo.

— No ha pasado nada.

Mi voz salió débil y temblorosa.

— Que mentirosa, yo te he visto con él — reafirmó Fátima.

— Pero es porque él me ha saludado.

Quise defenderme de su acusación.

— Y tú que le habrás provocado, pedazo de perra.

Mónica me tiró al suelo y me golpeé la espalda, me pegó una patada en las piernas y se echó encima de mí con el puño levantado para pegarme. Yo solo pude cerrar los ojos y taparme la cara con las manos, pero Adriana saltó diciendo:

­— ¡Para Mónica! Que nos va a escuchar Ángel.

Mónica se levantó enfurecida.

— Eres una hija de puta. Te vas a cagar.

Agarró de nuevo mi mochila que sujetaba Fátima y la abrió tirando todos los libros por el suelo. Los destrozó dándoles patadas y los tiraba contra mí, en la esquina donde me encontraba hecha una bola tratando de protegerme con mis débiles manos. Tiró mi mochila al interior de un inodoro y cuando terminó me escupió.

— Si vuelves a hacerlo te mato.

Cogieron sus cosas y se marcharon.

Un goteo, el de mis lágrimas y un sonido, mis sollozos. Tardé cinco minutos en comenzar a llorar porque estaba inmóvil y muerta de miedo.

Y mañana volverá a empezar pero, ¿Cuándo va a parar?

Antonio Holgado Amigo
Área de Autodefensa de AEPAE

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